Todavía recuerdo las escenas de terror me quitaron el sueño de pequeño. Una de ellas es de la película Sexto Sentido, cuando Cole —el niño protagonista— ve aterrorizado una familia maniatada y colgada en el pasillo de su escuela. Otra, de la película Señales, cuando muestran en video a un alien con las extremidades larguiruchas, grisáceas y deformes. Le cuento esto porque, hasta hace un par de semanas, no había sentido el mismo horror. Y es que el alma se me estremeció, la piel de gallina y los pelos de punta, cuando vi salir muy campante de mi cafetera una cucaracha preñada.
No crea que tengo alguna obsesión con estos escurridizos insectos, pero la vida está empecinada en ponerlos sobre mi camino. Más allá de los constantes encuentros que tenemos, principalmente en las cochambrosas calles de esta ciudad, ya sea en mis paseos caninos o caminatas recreativas, recientemente tuve otra plaga de cucarachas de cocina, científicamente conocidas como cucarachas alemanas, pues los primeros especímenes analizados venían de dicho país. Le aseguro que no hay una sola película que muestre ni de cerca lo que mis ojos han visto en estas últimas semanas.
Permítame empezar con algunos datos sobre estos dictiópteros que me han compartido los exterminadores en contra de mi voluntad. Primero y más importante: no llegan por suciedad. Así que si usted pensaba que yo era un puerco desenfrenado, le exijo una disculpa. Son atraídas por el calor, la humedad y la comida. Segundo: si usted ve una cucaracha paseando por su cocina, sin importar su tamaño —aunque las más grandes apenas miden centímetro y medio—, significa que hay aproximadamente cincuenta más ocultas. Cada cucaracha hembra pone entre 40 y 60 huevos, de los cuales la mitad son hembras, y cada una tiene la capacidad de reproducirse más rápido de lo que usted tardaría en deletrear “cucaracha”. Tercero: si la cucaracha tiene una cola abombada, como si tuviera una canica en la cola, significa que está cargada. En este caso, no olvidé pisotearla bien y con coraje, para que sus crías también mueran. Cuarto y último: debido a su rapidez reproductiva y resistencia a distintos pesticidas, es una de las plagas más difíciles de erradicar.
Mi película de terror comenzó la última noche de octubre, mientras cocinaba un exquisito risotto de calabaza. Estaba cortando un poco de salvia, cuando vi una cucaracha: corrió sobre los fogones de mi estufa como si fuera tarde a una junta de trabajo. A los pocos días, apareció otra, cuando abrí el refrigerador para sacar los huevos que iba a freír en el desayuno. La siguiente fue una sentencia definitiva de que había una plaga. Esta última decidió posar frente a mí sus afiladas antenas y esbeltas patas, a un costado de mi alacena. “Mañana traigo a un exterminador —le dije angustiado a mi esposa— o voy a quemar el departamento entero”.
Fui el único que vio estas tres cucarachas. Me sentía como Cole, el niño de Sexto Sentido, cuando le decía a sus seres queridos que veía muertos, pero nadie le creía. ¡Te juro que vi un cucarachón!, le repetía a mi esposa. Al igual que Cole, también llegué a dudar de su existencia, hasta que le envié a un exterminador la fotografía del cadáver de una cucaracha que aplasté cerca del horno: “Señor Blanc, usted sabe mucho de estos insectos, y me temo que efectivamente es una blattella germánica”, me contestó por mensaje; por su respuesta, uno podría imaginarlo sentado en una silla de piel, levantando la ceja, con un puro en la boca y un libro de insectos en la mano. Cuando le conté a mi esposa, sentenció que aquello, más que una señal paranormal, era mi coronación como el rey de las cucarachas, al estilo de Jaime Maussan con los extraterrestres.
El primer fumigador que intentó acabar con mi pesadilla fue Don Enrique, un trabajador de confianza de mi casero. Vino tres días después del último avistamiento de cucaracha, con un pan de muerto envuelto en una bolsa de plástico, y un semblante que aparentaba haber matado algo más que insectos. Nos pidió salir varias horas del departamento con nuestros dos perros salchicha, porque iba a rociar un químico potente. Tan potente que podía erradicar cualquier plaga, salvo la de la cucaracha.
A los cinco días, mientras cocinaba un picadillo digno de una estrella Michelin, apareció otra cucaracha. Debido a su postura engreída, parada sobre el gabinete de los platos, estaba seguro de que me decía algo así: “Mírame cabrón, estoy vivita y coleando. Tu pinche veneno me hizo lo que el viento a Juárez. Mírame bien pendejito, que en cuanto me intentes matar, voy a huir por las rendijas, y mientras duermas, estaré cogiéndome a mis esposas y amantes sobre tu estufa”. En efecto, se escapó, y reprodujo con mayor voracidad.
Le volví a marcar a Don Enrique, y regresó a rociar su humo al día siguiente. Esta vez, desconfiado, cuestioné sus métodos, pero me dio la impresión de que no tenía el mínimo interés en escucharme. Me aseguró que esta vez terminaría con la plaga. Las cucarachas no tardaron ni cuatro horas en salir para demostrarme su poder, y que yo era un imbécil por creer en Don Enrique. Lo que me dio más coraje fue que aparecieron cuando iba a darle un bocado a mi gringa de pastor, con la intención flagrante de arruinar mi cena.
Decidí entonces contratar un servicio profesional de fumigación. Me explicaron por mensaje que para erradicarlas harían, al menos, dos visitas. El primer técnico que mandaron fue Leopoldo, un tipo alto, grandulón, pelón, amable y parlanchín. La clave del éxito, según me explicó, estaba en rociar un polvo pesticida en lugares estratégicos como rendijas, aberturas, y hoyos, para que pasaran por encima de él. “Si entra en contacto con el esqueleto de las cucarachas, se queman y encogen, y quedan como obleas”. Todo iba bien, hasta que me hizo ver un nido de cucarachas que encontró en la bisagra del gabinete donde guardamos nuestras tazas para el café. Cuando aventó el polvo, salieron huyendo una veintena de cucarachas, como en ninguna escena de miedo hollywoodense.
En la segunda visita, una semana después, llegó Javier, un individuo con cara y rasgos pequeños en comparación con su barriga. Le conté que había encontrado algunas cucarachas después de la primera fumigación, unas más pendejas que otras por el efecto del pesticida, pero todas pequeñas. Minutos antes de que partiera, vimos cómo salía campante una tremenda cucarachona de la parte trasera de mi cafetera. Javier, fascinado, se acercó a examinarla y me dijo que estaba cargada, calculaba que pronto iba a parir unas 60 cucarachinas. Yo quería organizarle ahí mismo un blatella shower para prenderle las velas del pastel encima. Sin embargo, Javier me pidió que no la matara. Si quería terminar con mi sufrimiento, tenía que dejarla volver a su nido para que infectara a toda su familia con el veneno que traía sobre la piel. Tenía toda la razón. Desde aquel encuentro de terror, no he visto una sola cucaracha.
Escribo estas últimas líneas a varios kilómetros de mi departamento. Mi esposa y yo decidimos pasar el fin de semana en medio del bosque con unos amigos cercanos, alejados de la ciudad y de nuestro departamento. Ayer celebramos con un brindis durante la cena que habíamos acabado con la plaga de cucarachas. Pero si le soy sincero, no dejo de pensar en ellas. Tan solo anoche soñé que dos se bañaban en mi taza de café como si fuera un jacuzzi, y mientras fumaban puros y tomaban whiskey en las rocas, se reían de mí:
—¡Jajaja!, pinche David, si tan solo supiera que somos inmortales…
—Inmortales no somos, cabrona.
—Bueno, inmortales no, pero ayer me acosté con mi harén por toda su cocina, y dejamos los huevos en su microondas, refrigerador, cafetera, y horno. No sabe lo que le espera…
si vivieras en una casa, te diría que te compres un par de gallinas, son excelentes cazadoras de cucarachas, de la clase que hacen que con su sola presencia la plaga no vuelva a asomar sus antenas en tu casa, una vez vi a mis dos gallinas peleándose por un premio gordo (gordo literal, medía como 5 cm) la una agarró a la cucaracha de la cabeza y la otra de la cola, terminaron partiéndola por la mitad y cada una se fue a gozar su bocadillo, fue la ultima vez que vimos cucarachas o nidos.
Guácala que rico—con las cucarachas y con tu escritura, en ese orden